Cuento de choque

Mita y mita

Por Daniel Pellegrino

Mita, mujer grande, había viajado sola desde un pueblo insignificante a Santa Rosa con el fin de cumplimentar un turno médico debido a su cadera gastada. Tal como se lo habían pronosticado algunos parientes (aunque de otro modo a lo sucedido), Mita fue chocada por una moto que venía rapidísima y violenta a su encuentro. Ella avanzaba en auto a lo largo de la calle del costado de las vías y estaba por doblar hacia la avenida Belgrano en dirección a la casa de uno de sus nietos. De repente se encontró con un tipo aplastado contra el parabrisas y otro que pasó volando sobre el auto y cayó a cincuenta metros de distancia entre los rieles. En el primer instante Mita sintió mareos y fastidio porque no podía salir ni moverse del asiento. Se removió, algo dijeron sus caderas, por fin se desplazó hacia el asiento del acompañante y así zafó. 
Había logrado enderezar el cuerpo lleno de dolores y seguidamente se desmayaría pero vio gente que rodeaba al muchachito volador y fue hacia allí a comprobar si estaba vivo o muerto. El muchachito no se movía, tenía quebraduras y el hueso de una pierna tomaba aire. La debieron agarrar antes de su caída, luego fue tendida sobre la calle de tierra, aflojaron su ropa mientras alguien le tomaba el pulso y decía que se calmara que no había heridos graves, en todo caso la más grave era ella; la ambulancia ya vendría. Entonces miró hacia el lado de su auto y lo vio tan destrozado que se puso a llorar. Intentó llamar a uno los nietos con el celular pero no daba con las teclas, o por mejor decir, no sabía dónde se hallaba su teléfono. Una persona lo hizo por ella, después fue cargada en una camioneta y la llevaron a velocidad reglamentaria rumbo a la clínica Modelo.
Pese a que vio y sufrió lo que vio, no recuerda nada, aunque hayan pasado los días y los meses. Hicieron una tomografía de su cabeza por si los golpes y los traumatismos la habían afectado para siempre. No (o no se sabe bien; los gestos de los tomografistas eran ambiguos). Nada recuerda, lo que es normal dijo el especialista médico, a tal punto que recién los dolores principales y traumas neurológicos iban a aparecer en plenitud loca dentro de dos semanas. Parece que es así. Hay momentos en que Mita existe en blanco, no conoce a nadie, no sabe dónde está. Sí, a intervalos, ha recuperado la total conciencia del choque y sueña con la cara de barba rala que se estampó contra el parabrisas; el parabrisas se había roto y la cortó en el cuello, unas esquirlas también se metieron muy adentro de un ojo. Llora sin ver sus lágrimas y dice que no quiere saber nada del auto, que lo venderá así como está, no podría manejarlo nunca más ya que siempre tendría presente esa cara deforme y horrenda contra sus ojos cada vez que se sentara tras el volante. Duerme con esa pesadilla. Prácticamente duerme sentada y le cuesta cerrar el párpado sobre el ojo ya operado, a veces lo estira sobre el ojo y luego se coloca un antifaz. Todavía tiene una esquirla en lugar muy delicado por lo que el cirujano oculista no quiere saber nada hasta tanto se normalice ella de su cerebro y pueda así atenderla adecuadamente, con paciencia, no fuera cosa de arruinarle el único ojo bueno. Antes del suceso Mita ya tenía inconvenientes al momento de renovar la licencia semestral de conducir. En el hospital del pueblo, si le hacían la prueba de la vista, se colocaba anteojos recetados para la miopía, pero pasada la prueba los ignoraba porque decía que el propio vidrio combado del parabrisas la ayudaba a visualizar correctamente el tránsito. El antiguo director del hospital se reía y firmaba la aprobación del sicofísico con la recomendación de que no condujera fuera de la jurisdicción del pueblo.

                         Odilon Redon, “Hubo tal vez una visión primera ensayada en la flor”. Lámina II del álbum “Los orígenes” (1883). © Gemeentemuseum, La Haya.

Por otro lado, el seguro del automóvil no cubre nada. Uno de los nietos llamó a la compañía y vinieron, miraron y dijeron que no se hiciera problema, todo estaba cubierto, pero luego apareció un inspector y abogado; a la clínica fue, a avisarle que el seguro sólo cubría siniestros totales y como el auto no estaba hecho mierda del todo ni ella tampoco (el inspector no hablaba así, es traducción de Mita), la cobertura no la iba a ayudar en la restauración o cambio del auto, sí contra terceros, es decir los otros dos cuyos destinos terrenales seguían aún sin resolverse en sendas camas de hierro del hospital Molas. 
Es más, los motociclistas, según pidió ella averiguar, no tienen donde caerse muertos, ni siquiera son capaces de mostrar un carné, título de propiedad de la moto ni propiedad alguna, así que no podrían sacarle nada a ninguno de los dos autores del choque. Ni la compañía de seguros ni la propia Mita. Esto la desconcierta unos segundos cada vez que el recuerdo se repite, pero enseguida se pone a llorar.


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